sábado, 22 de mayo de 2010

Al azar, por Sandra Lorenzano

Artículo publicado en El Universal

No soy del tipo de gente que va por la vida “cazando” las expresiones del azar. Como lo era Cortázar en sus juegos con la Maga, por ejemplo. O lo es Paul Auster en cada una de sus historias. O el querido Pepe Gordon en sus “Imaginantes”. Aunque sí disfruto enormemente cuando las casualidades se cruzan por mi camino: cuando un texto, una imagen, un nombre, me llevan a otro texto, a otra imagen, a otro nombre, que finalmente hacen que se devele un pequeño secreto que estaba aquí, junto a mí, y que aún no había visto.
Y el azar, las casualidades que se atraviesan llevándonos por senderos que hasta ahora no habíamos imaginado, me ha sorprendido en estos días, en uno de mis tantos periplos por los libros. Déjenme que les cuente.
Todo empezó con una fotografía: en Praga, un hombre con sombrero y bastón camina por la estrecha calle del Vicario. La cámara enfoca desde arriba, como si el fotógrafo estuviera en alguno de los tejados o en una terraza. El sol le da al protagonista, cuyo rostro nunca conoceremos, en la espalda, lo que hace que proyecte una larga y delgada sombra casi chaplinesca. Bastón, bombín y silencios que recuerdan –cómo no, si estamos en su ciudad– a Kafka. A esa imagen de Kafka que hemos visto repetida casi hasta el hartazgo y que se ha convertido ya en un ícono de esta ciudad centroeuropea. Se trata de una foto del checo Josef Sudek (si alguien quiere verla, puede hacerlo en http://29.media.tumblr.com/tumblr_kxb4accQe61qzhl9eo1_500.jpg). 

Sudek nació cuando Kafka tenía 13 años, y celebraba su Bar mitzvá convirtiéndose, ante la ley judía, en responsable de sus actos. Quizás se hayan conocido, no lo sé. O tal vez se hayan cruzado alguna tarde sobre el puente de Carlos, sin reconocerse, sin intuir siquiera la existencia del otro. Josef Sudek fue enviado al frente italiano como miembro del ejército austro-húngaro, durante la Primera Guerra Mundial. Allí perdió el brazo derecho; y con el humor melancólico que lo caracterizaba, decía que hubiera sido mucho peor perder la cabeza. A su regreso a Praga, comenzó a tomar fotografías que hicieron que rápidamente fuera llamado por los checos “el fotógrafo poeta”. 

La sutileza de sus imágenes, los juegos de luces y sombras que acompañan entre la bruma sus calles y figuras, o la hermosísima serie del interior de la Catedral de San Vito, entre muchas otras, hacen de su trabajo algo a la vez inquietante y familiar (¿o será que sólo lo familiar puede volverse inquietante, como proponía Freud en Lo siniestro? Lo heimlich vuelto unheimlich con sólo dos letras: y el hogar será entonces el espacio menos seguro). Un día, en esa ciudad donde un judío que hablaba alemán supo que se avecinaba la nube más negra que ha cubierto la historia contemporánea, alguien llamó a la puerta del estudio de Josef Sudek. Al abrirla, el fotógrafo se encontró con una joven que guardaba en la mirada las huellas del horror. “Vengo porque quiero aprender su oficio”, le dijo. Tenía aún cara de niña y estaba absolutamente calva. Había perdido el pelo durante los años de encierro, primero en el gueto de Lodz, más adelante en Auschwitz y Gross-Rosen. Se llamaba Sonja Bullaty. Toda su familia había muerto asesinada en campos de concentración. “Vengo porque quiero aprender su oficio”. Fueron más de dos años en que prácticamente vivió en el laboratorio para conocer los secretos de la mezcla de químicos, ordenar negativos, e ir absorbiendo con pasión los secretos de la composición fotográfica de su maestro. Compartió con él el amor por los reflejos, por las sombras y las ventanas, por los paisajes, por el misterio de la simplicidad. En 1947, Sonja Bullaty migró a Nueva York desde donde mantuvo una asidua correspondencia con Sudek hasta el momento en que él muere. Intercambiaron cartas, fotos, grabaciones (ambos eran apasionados melómanos. Uno de los trabajos más importantes de Sudek es el que realizó en el estudio de Janacek), y objetos. Muchos de ellos fueron incorporados por el fotógrafo a Air Mail Memories; una obra que muestra la fuerza de la relación que los unía. ¡Hasta una pluma de gaviota llegada del otro lado del océano hay en la obra! Sonja conoce en Nueva York al fotógrafo de origen italiano Angelo Lomeo y se casa con él en 1951. Ambos formaron una reconocida pareja en el mundo fotográfico de la época. Quiero solamente detenerme en el hecho de que uno de los trabajos más apreciados de los que realizaron juntos es el libro Tuscany, para el cual Sonja y su marido recorrieron durante meses las zonas cercanas a donde Sudek había perdido el brazo durante su juventud. 

Vi por primera vez el trabajo de Bullaty en la portada de un libro de otro checo judío contemporáneo de la joven discípula de Sudek: Ivan Klíma. También él sobreviviente de campos de concentración nazi, estudió literatura en Praga, su ciudad natal, donde fue el editor de la prestigiosa revista Literarny Noviny. Su artículo “A Childhood in Terezin”, publicado en Inglaterra, es un desgarrador testimonio, ya clásico, sobre su experiencia. Narrador, dramaturgo, crítico, fue considerado “peligroso” por el régimen comunista que, por esta razón, prohibió la publicación y circulación de sus obras. Hoy es uno de los autores de mayor prestigio de su país. 

Hace poco llegaron a mis manos al mismo tiempo dos libros: Amor y basura, una excepcional novela de Klíma, del cual yo ya conocía Judge on Trial, el de la fotografía de Sonja Bullaty en la portada. Y un volumen que se llama Tichy, simplemente, y es acerca de la obra del fotógrafo también checo Miroslav Tichy quien vive en la calle desde hace décadas y toma sus fotografías con cámaras que construye reciclando objetos encontrados en la basura. Y esto abre otro círculo de casualidades, azares y encuentros. De aquellos que no busco especialmente, pero cuya aparición siempre celebro muchísimo, como un regalo que me hace la vida

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